10 Mayo 21

Diez años de la “revolución” pingüina y su daño a la educación

‘…la peor política pública desde 1990 no es el Transantiago; es hasta hoy la gratuidad de la educación superior. Sin reparar en ello, los mismos que la instauraron quieren condonar las deudas del CAE…’.

Felipe Balmaceda MIPP, ISCI, UDP-Economía-

Este año se cumplen diez años de la revolución pingüina, que tenía entre sus demandas iniciales el fin al lucro y la educación gratuita y de calidad para todos, y que luego, en 2014, se extendió a una demanda por gratuidad universal en la educación superior. Es tiempo suficiente para hacer una primera evaluación de los resultados de las políticas adoptadas a raíz de las demandas estudiantiles de aquel entonces.

La prueba internacional PISA, una de las métricas más aceptadas para medir calidad de la educación, muestra, a partir del año 2015, un deterioro tanto en matemáticas como en lenguaje. Esto después de más de 10 años de progreso sostenido. Lo que es peor aún, en lenguaje, los estudiantes de altos ingresos muestran resultados estables, mientras que todos los otros grupos exhiben una caída sostenida. En matemáticas, son los primeros los que muestran mayor deterioro. El deterioro es más marcado en hombres que en mujeres. Se han cerrado colegios subvencionados, algunos se han privatizado, y se ha dañado la calidad de la mayoría de los liceos emblemáticos, al punto que el Instituto Nacional no llenó sus vacantes este año, por primera vez en la historia. A juzgar por estos resultados, el lucro desapareció y la calidad nunca llegó. Esto, sin perjuicio de que la eliminación del lucro tiene sustentos teóricos que la avalan cuando es combinada con otras políticas (Balmaceda, 2020).

En cuanto a la gratuidad de la educación superior, los beneficios esgrimidos por el movimiento estudiantil, que son: aumento de la cobertura, disminución de la segregación y aumento de la calidad de la educación, no se materializaron. Como fue anticipado por algunos de nosotros, ocurrió todo lo contrario. La solución era, y es, hacer los pagos de la deuda del CAE contingente en el ingreso, y establecer condiciones más favorables para su obtención.

Solís (2017) muestra que el CAE condujo a un aumento del 100% en la matrícula universitaria inmediata y un aumento del 50% en la probabilidad de matricularse alguna vez. Además, este eliminó efectivamente la brecha de ingresos en la matrícula y el número de años de estudios universitarios. Desde la gratuidad, la cobertura no ha aumentado, sino que ha disminuido. Bucarey (2018) muestra que la gratuidad aumentó la demanda en universidades más selectivas, dejando fuera de esos programas a alumnos de menores ingresos que hubiesen tenido acceso a ellas antes de la gratuidad. Estima que un 20% de los estudiantes de menores ingresos no pudieron acceder a las mejores universidades y que esas vacantes fueron ocupadas por alumnos de altos ingresos. Muñoz, Bucarey y Contreras (2020) encuentran que los estudiantes marginalmente elegibles para la gratuidad renuncian a la educación vocacional a favor de la educación universitaria, pero reducen su probabilidad de graduarse. Además, los alumnos acumulan más deudas estudiantiles, y sus resultados en el mercado laboral no son diferentes a aquellos de los estudiantes no elegibles. Sostienen que esto se debe, principalmente, a la menor calidad de las universidades en las que se matriculan los estudiantes que se benefician de la gratuidad.

Esto, en conjunto con los datos del Ministerio, muestra que hay un aumento en la segregación, donde los alumnos de gratuidad se concentran en universidades de menor calidad y los de más altos ingresos emigraron a universidades de mayor calidad. Además, la gratuidad se tradujo en una caída en los ingresos esperados en relación con aquellos que siguieron optando por carreras técnicas, y en un aumento importante en la deserción.

El deterioro de la calidad de la mayoría de los planteles de educación superior se manifiesta en despidos de profesores, aumentos del número de alumnos por clase, aumentos de la carga académica, reducción en el financiamiento a la investigación y deterioro en la calidad de los servicios educacionales. Todo esto se traduce en menos investigación, una disminución de su calidad, y en una menor calidad de la educación de pre y posgrado. El resultado de la gratuidad ha sido la elitización de la educación superior.

Cuando las políticas públicas se llevan a cabo para atender las pulsiones y deseos de ciertos grupos de interés, con el solo objetivo de mejorar la posición electoral, el resultado es el observado, un gran fracaso, donde los más perjudicados son los supuestos beneficiarios de ellas. La peor política pública desde 1990 no es el Transantiago; es hasta hoy la gratuidad de la educación superior. Sin reparar en ello, los mismos que la instauraron quieren condonar las deudas del CAE y eliminarlo, con el fin de entregar más dinero a los privilegiados que acceden a la educación superior, la que les dará acceso a un sueldo que, en promedio, más que duplica el sueldo que obtiene la media del país.

Fuente: El Mercurio